Soy un chico orgulloso por vivir en un precioso y
antiquísimo pueblo de apenas 300 habitantes. Después de tantos años juntos,
somos como una gran familia, sabedora que nuestro pueblo es el más antiguo y
bonito del mundo, a pesar que los turistas que vienen a vernos no crean ni una
cosa ni la otra. Qué sabrán ellos! Envidiosos!
El pueblo cuenta con una calle mayor y seis callejuelas
de casas empedradas enormes y antiquísimas, e incluso las calles conservan su
empedrado original. A pesar de su dimensión, contamos con todos los servicios
que nos provee el gobierno de la región. También tenemos una carnicería, que la
lleva el hijo de la Tomasa o una pollería que regenta Juanito, un biznieto de
Fraga, que siempre me hace gracia porque me permite entrar a comprar
espetándole un “manda huevos” que nos hace reír a ambos. Capítulo aparte merece
nuestro “cine”: Antoñito, el hijo del alcalde, que cuando se independizó decidió
montarse en su casa una habitación, así en plan cine, y siempre invita a quien
quiera a su casa a ver películas. Lo que pasa es que el muy raro sólo ve en
sesión continua lo que él llama “las dos mejores películas del mundo”: “Las
autonosuyas” (1983) y “La vida de Brian” (1979).
En el ayuntamiento están los de toda la vida. No son muy
listos ni muy estudiados pero parecen solícitos, hablan bien y, tras tanto
tiempo, ya les coges cariño. El alcalde siempre me ha parecido un tipo muy
tierno, siempre refunfuñando. El otro día me lo encontré despotricando contra
la Iglesia Católica, justo a la salida de firmar una subvención para la
construcción de una mezquita. Es un cachondo. Siempre mirando de acoger a
extranjeros, asegurándoles plaza en los coles, dándoles subvenciones para que
aprendan el idioma del pueblo. Y si alguno del pueblo se queda sin plaza por
ello, él le hace entender lo que hay que ser inclusivo. Y que un poco de
paciencia.
Hasta hoy, estaba convencido que el alcalde y su equipo
se llevaba bien. Los veía siempre cantando canciones con el puño en alto al
acabar los plenos; sacando trapitos de colores y hasta organizaban merendolas
invitando a delincuentes rehabilitados y esas cosas. Recuerdo el caso de Reinaldo
Oñegui, fan total del Hipercor (“es la bomba”, siempre me decía). Reinaldo “sólo
tuvo una mala adolescencia”, decía el alcalde. “Todo el mundo merece una
segunda oportunidad” continuaba. Y yo sólo pensaba en los que jamás tendrán una
segunda oportunidad por culpa de Reinaldo.
Y así transcurría la vida en el ayuntamiento del pueblo.
Todo esto hasta hoy. Esta mañana, el pueblo se ha
levantado muy alborotado. Los mayores dicen que era algo que hacía mucho tiempo
que se sabía y que ahora ha explotado (he vuelto a pensar en Reinaldo). El tema
es muy sencillo: parece ser que una parte del pueblo considera que el alcalde
no les representa y que incluso el alcalde no se merece la casa que tiene. Que
una parte del pueblo considera que debería ser desterrado como en las
películas. Como lo oyes. Y no se acaba aquí: consideran que su mujer es
demasiado guapa para él y que su matrimonio no puede ser válido. Que es
demasiado bonito para ser verdad.
Por ello, han decidido hacer una votación popular. Que
dicen que, voten los que voten, como salga mayoría simple, pues que le echan
del pueblo, le quitan la casa y le anulan su matrimonio. Que dicen que el pueblo
es soberano (cuando leyeron lo del pueblo en la Constitución entendieron que
pueblo quería decir pueblo como el nuestro) y que el pueblo tiene derecho a
decidir si quitarle la casa, el matrimonio y desterrar a su alcalde. Que
faltaría más!. Que las leyes no pueden estar por encima del pueblo y que si van
treinta a votar y dieciséis votan que sí, pues que le echan, que se quedan con
su casa y que anulan su matrimonio.
Yo le pregunté a un vecino que si iba de cachondeo; que
lo de la propiedad privada; que lo de las leyes; que lo de la seguridad
jurídica; que lo de la ley de la selva; que lo de más aquí y lo de más allá…pero
el vecino me espetó que “uno de los
pilares del Estado de Derecho era el libre ejercicio del voto, como máxima
expresión de la democracia de un pueblo y sus gentes” y que si lo que estaba
sugiriendo era que una votación democrática era ilegal. “Que toda ley en contra
de una urna es inmoral”. Y que “nadie les iba a prohibir votar sobre si echaban
al alcalde del pueblo y se quedaban con su casa”. Que era su derecho.
Yo le dije que, para la seguridad de todos, existía una
jerarquía normativa que estipulaba diferentes rangos y que…
No pude acabar la frase. Me dijo que era “un facha que
iba contra la democracia” y se giró y se fue, mientras decía “vamos a votar
entre nosotros todas las normas que nos gusten a los de la peña del dominó y no
vamos a obedecer a ninguna otra que no nos beneficie. Y si hay que crear una
ley del pueblo, aunque nos saltemos otras, pues la haremos. A partir de ahora
estarán las leyes buenas, o sea, las que nos inventemos y las otras, a las que
ni puto caso”. Y el tipo desapareció, entrando en la pollería al grito de “manda
huevos”.
No daba crédito. Incluso pensé que se trataba de una de
estas enfermedades raras que se curan viajando. Pero no podía ser que les
hubiera afectado a tantos. También pensé que podía ser un caso de banderolismo,
porque seguidamente el pueblo se llenó de trapitos de colores y banderolas
pagadas con los impuestos de todos. Quizás fuera un caso de dislexia, al
confundir “demagogia” con “democracia” o “libertad” con “libertinaje”. O de
Terruñismo, la enfermedad que te hace creer que la tierra en la que naces es
algo tuyo, pero tampoco era médico, a pesar que empecé a pensar que necesitaba
uno.
Obviamente, no todo el mundo pensaba igual, Ahmed y
Rashim pensaban que lo del voto molaba y que había que respetar su profundo
sentimiento de pertenencia hacia el pueblo. Además, la junta era tan cálida que
les dejaban votar sólo presentando el carnet de la biblioteca, cosa que
agradecieron, porque en quince años no habían tenido tiempo todavía de
regularizar su situación ni tampoco de aprender el idioma del pueblo, aunque de
los impuestos locales pagábamos traductores para entenderlos, al igual que pasa
en sus países de origen. “No hay nada
más sagrado que el voto”; “lo de la cosa irregular es un detallito de puretas”
iban rezando por la calle. Pobretes.
Con el tiempo, algunos se vinieron arriba, diciendo que
cuando acabaran con el tema de la votación para quitarle todo al alcalde, que
lo siguiente era votar en contra de pagar impuestos y de que las birras fueran
gratis. Incluso los de la calle Comandante Iglesias pensaron en independizarse
del pueblo porque habían visto que podían ser auto suficientes y tener un mayor
nivel de vida que conviviendo con el resto del pueblo. Otros quisieron votar
para cambiarle el nombre al Caprabo y ponerle Cupbravo. Decían que el nombre
tenía más gancho. Los de más allá querían votar porque ducharse fuera ilegal y
porque se aboliera lo de la familia clásica, que estaba demodé, para pasar a
criar a los hijos en comunas que tuvieran sentido (aunque no tuvieran sentido
común, pensé yo). Y que yo qué sé qué más.
Y cuando todo parecía a punto de explotar (otra vez,
Reinaldo), de pronto, me quedé ciego. Como los demás. Y sordo. Como los demás.
Y no pude dejar de pensar en el inquietantemente maravilloso “ensayo sobre la
ceguera” de Saramago. Empecé a sudar sin parar y quise gritar, pero me di
cuenta que no podía. Me sentía cada vez más angustiado. Sudado. Perdido. Ciego…
Y noté unas palmadas en mi mejilla y un aire frio en mi
cara. Volví a notar las palmadas en mi cara y, de golpe (nunca mejor dicho),
abrí los ojos y vi a un señor con una bata blanca que me preguntaba si estaba
bien y que cómo me llamaba. Leí una placa que llevaba en su bata: Dr. Colado.
Anestesista.
Rápidamente me contó que había sufrido un golpe de cordura
y que la lobotomía había sido un éxito. Que era probable que hubiera tenido
pesadillas durante la operación. Que era normal en casos así. Que me
recuperaría.
Recuerdo que en ese momento sentí un alivio como pocas
veces había sentido antes. Una pesadilla!. Claro!...era muy evidente; ¿cómo podía ser
cierta una cosa como aquella? ¿Te imaginas?
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