Ir al dentista siempre fue un dolor de muelas para mí. Yo le llamaba ir al odiontólogo. Experiencias infantiles desafortunadas con técnicas de otra época se encargaron de procurarme un miedo que ahora se multiplicaba porque el paciente no era yo, sino mi hija.
Pues bien, debo reconocer que hoy apenas han bastado treinta minutos para modificar completamente mi meme mental. Lo de hoy no ha sido un empaste, ha sido una obra de arte. Una coreografía de artistas. Un engranaje perfectamente engrasado en el que cada pieza sabía perfectamente qué hacer y sin ningún movimiento de más. Un ejemplo de empatía máxima con el paciente (una niña de siete años) a quien no han parado de anticiparle de manera cuidadosamente pedagógica todo cuanto iba a pasar, consiguiendo reducir enormemente su ansiedad anticipatoria. Excelencia profesional y maestría emocional. Máximo cariño y pasión en lo que uno hace para procurar una experiencia única. Una clase magistral de Customer Experience. Y mi hija saliendo de la consulta diciéndome "estoy encantada con este doctor. Me cuenta todo lo que va a hacerme y así no tengo nada de miedo"
Y todo ello provoca que pases del "qué caro" previo a un "qué barato" en sólo treinta minutos. Y provoca que no me plantee ir a ningún otro médico. Y provoca que lo vaya a recomendar tantas veces como pueda. El resultado es que el precio pasa a ser irrelevante y el valor, incalculable.
Hoy compruebo con optimismo que cada vez más son las empresas que entienden la importancia de procurar experiencias positivas a sus clientes, máxime cuando estos clientes son pacientes y, en este caso, niños.
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