D.E.P. María Antonia Pons


Hoy he estado en el funeral de la madre de uno de mis mejores amigos. Esos que están hechos de una pasta especial. Hechos a base de un material que no parece ni de este mundo. Buena gente a más no poder. 

En la pequeña iglesia de Llucmaçanes no cabía un alfiler a veinte minutos de comenzar una ceremonia sentida y cercana. El dolor por una muerte repentina y escabrosa, máximo. Multitud de gente hermanados, todos juntos, por el amor a una mujer buena. 

Hoy se hacen, de nuevo, ciertos los tópicos: que si no somos nada; que si la muerte no respeta; que si aquello y lo otro pero, entre todo ello, una idea brotaba de mi mente, mientras mis lágrimas iban escogiendo su camino: que es preferible vivir de forma que tu ausencia llene una iglesia, a vivir de forma que tu presencia llene un auditorio. 

Hoy ha sido una desgarradora muestra de cariño colectivo con la que uno sueña al llegar al sueño eterno, pero insoportable para los familiares que sufrían los latigazos lacerantes de cada "lo siento" o "te acompaño en el sentimiento". 

No querré eso para mí al llegar mi hora. Ni gastos ni sufrimientos para aquellos a quienes importo. Ni lloros ni penas. Sin ceremonias ni desplazamientos. Sin compromisos ni llamadas. Lo quiero todo en vida y dejadme descansar al morir. Ni nichos ni entierros. Bastará un incinerado rápido y que me esparzan a los pies de un olivo, devolviéndome a la Madre Naturaleza. Ni tan siquiera una urna para hacerme recordable. Que en su lugar pongan una planta. 

Me gustaría que, a mi muerte, aquellos que me han querido sustituyan toda liturgia por una buena botella de vino tinto y, entre copas, se acuerden por una última vez de mí, entre historias y anécdotas. Entre risas y "¿te acuerdas?". Me encantaría que se me recordara con amor y, sobre todo, con mucho humor. A pesar de que ese día, quizás, no esté yo de muy buen humor.

Descansa en paz, María Antonia Pons

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